
La izquierda en todas sus variantes es como una seductora mujer. Es como esa mujer hermosa, fiel, trabajadora, inteligente, dueña de una moral intachable. Que sabe dónde está parada, sabe lo que quiere. Diferente a todas las demás. Que te promete que dejarás de sufrir porque eres una persona única y especial.
¿Quién no puede dejar de enamorarse de una ideología que brega por la igualdad, por la justicia social o por la dignidad del trabajador? ¿Quién puede estar en contra de que todos tengamos las mismas oportunidades y derechos? ¿Quién no ha soñado, alguna vez, con un mundo más justo, sin pobres, sin hambre, sin injusticia?
En otras palabras: ¿quién no ha soñado con esa mujer ideal? Es lógico que el que nunca tuvo a su lado la mujer perfecta, sueñe con ella y, cuando la encuentre, le declare amor incondicional y dedicación eterna.
¿Qué ocurre cuando de a poco vas descubriendo que casarte con la mujer perfecta, tiene sus pequeños «costos»?
Que cuando hay una pequeña diferencia de criterio, no vale la pena discutir. Le das la razón humildemente. Discutir va contra la «armonía familiar».
Además, por más que discutas, siempre estarás equivocado y corres el riesgo de ser rechazado por uno o dos meses.
Que, por ver a tus amigos de toda la vida, te reclama que amas más a tus amigos que a ella.
Que ciertos vecinos, ni el saludo se merecen.
Que no puedes ver a ninguna mujer que no sea ella, aún sea tu hermana o tu madre.
Que cuando en las Pascuas quieres ir a misa para agradecer al Señor, se enoja diciendo que, si no fuera por ella, no serías nadie. Y, en todo caso, a quien le debes agradecer es a ella.
Que te controla el celular y no tiene el menor empacho de hacerlo delante tuyo. Cosa de que tengas en claro quién es la autoridad en casa.
Que, si no le dedicas las 24 horas, la estás traicionando.
Que, en aras de la «economía del hogar», se acabaron los asados, las picadas y la cerveza. Y que, de ahora en adelante, sólo mate y fideos.
Que el hombre no necesita gastar tanto en ropa, la mujer es la que tiene que estar coqueta. Después de todo, es la «reina del hogar».
Que, aunque tú trabajas de sol a sol, con alegría, dedicación y sacrificio, y ella no encuentra un trabajo acorde, ella es la que controla los gastos de la familia.
Sigues enamorado, trabajando y sacrificándote por tu mujer perfecta. Tienes hijos con ella, que son de ella, pero tú los mantienes. Tienes nietos, una familia feliz, una mujer que aún es hermosa, casi sin arrugas, vigorosa y saludable. La misma mujer con la que te casaste hace cuarenta años, más madura, más hermosa, más experimentada. Nada ha cambiado para ella.
Hasta que un día cualquiera, te miras al espejo, después de una vida entera, y te das cuenta de que el único que ha cambiado eres tú. Que has perdido tu juventud y no te ha quedado nada de tanto sacrificio. Que tus ojos no expresan nada, que has perdido las esperanzas y has vivido siempre a base de promesas. Que tu esposa está radiante y de ti sólo queda desencanto por los sueños frustrados.
Te das cuenta de que el amor de tu vida te exigía, para ser feliz, una sola cosa a cambio: ¡tu libertad!
Envejecido, a pesar de tus jóvenes 60 años, con la autoestima destruida… ¿te animarías a cambiar el rumbo de tu vida infeliz? ¿O seguirás repitiendo: «Hasta que la muerte nos separe»?
El día que te des cuenta de que viviste toda tu vida a partir de una elección equivocada… ¿culparás de todas tus desgracias a la sociedad, a los que están llenos de felicidad y no la comparten contigo, a la Iglesia, al sistema educativo o a tus empleadores?
¿Tratarás de destruir este sistema social que te dio la posibilidad de elegir tu mujer, tu profesión, tu trabajo y tu forma de vivir tu vida? ¿O tratarás de mejorar lo que resta de ella?
Así es en el matrimonio como en la democracia, tienes el derecho de elegir tu mujer y tu forma de vida. Pero no serás tú ni nadie quien nos diga con quién nos tenemos que casar ni cómo tenemos que vivir.
27-OCT-2018
