Cada noche a esta hora, digo una oración por mis dos hijas que se han suicidado.
No se fueron. No se han ido. Se suicidaron.
No voy a tapar con palabras bonitas un hecho que de bonito no tiene nada.
Hace 8 años se suicidó Talia, de 33 años.
Hace 4 meses se suicidó Sara, de 24 años.
Trabajo todo el día para no pensar en esta pérdida irremediable.
No quiero llorar de noche, pero es más fuerte que yo.
Termina el día y me quedo solo. Con mis fantasmas.
Con lo inevitable de la muerte de mis amores a pesar de tanta dedicación y tanto amor.
La educación de los hijos no termina con su desaparición física.
Tengo que ser el ejemplo para ellas, en vida y después también.
Lloraré, sufriré y rezaré, pero seguiré siendo el padre de siempre.
Dedicado, activo, positivo y optimista.
Lleno de amor y ternura para con ellas y las que quedaron.
Por ellas y por su recuerdo no puedo quebrarme, no puedo caerme.
Por ellas y por su recuerdo debo superar esta crisis, trabajar para que no me destruya ni me torture de por vida.
Por los que pasan esta situación debo seguir aprendiendo, creciendo, madurando y transmitir que se puede convivir con el dolor y la tragedia y a la vez ser feliz por el milagro de la vida.
Para valorar el privilegio de amar y ser amado.
Por despertarnos cada mañana y renovar nuestras esperanzas.
Talia, te extraño mucho amor mío.
Sara, me haces falta y no puedo hacerme a la idea que no puedo siquiera hablar contigo por teléfono.
Cada vez que escribo Hola en el chat, el celular me sugiere tu nombre.
Paradojas de la vida, ni siquiera el celular se ha percatado de tu partida y te sigue esperando.
Seguiré orando, ensalzando la gloria divina. Y llorando mi vulnerabilidad humana, recalcando mi infinita pequeñez ante la majestad de la creación y la orfandad que siento sin el amor que quisiera darles a mis hijas.